Por Theodoros Karyotis y Antonis Broumas
Traducido por Jeza Goudi
"Para
nosotros, el contenido del proyecto revolucionario es que la gente llegue a ser
capaz de tomar las cuestiones sociales en sus propias manos y la única vía para
lograrlo es que la gente vaya tomando más y más los asuntos sociales en sus
manos".
~ Cornelius
Castoriadis (1979)
"...lo que
cobra forma es una sociedad otra: el objetivo es el poder, no el estado, o sea
organizarse como los poderes de una sociedad otra".
~ Raul Zibechi
(2010)
Hoy en día, el
antagonismo social sucede en términos marciales. La dominación capitalista
resuelve sus contradicciones, ya no concediendo ciertos derechos y privilegios
a los oprimidos, como ha hecho en el pasado, sino imponiendo un estado de
excepción permanente, donde todas las medidas de ingeniería social están
justificadas y todas las protestas son percibidas como una iniciación de
hostilidades. Llegar a un nuevo equilibrio sigue siendo un reto; y ese reto se
abordará solo con la irrupción del contrapoder social en el centro de la escena política.
En este contexto
sociohistórico, la posibilidad de un gobierno de izquierda emerge en Europa,
con la coalición de izquierdas Syriza de Grecia y el recién llegado Podemos de
España como su vanguardia, en respuesta a la perspectiva del autoritarismo
neoliberal consolidado sobre una base nacional.
Los periodos de
crisis son momentos de antagonismo social, en los que se licúan las posiciones
de las fuerzas sociales contestatarias. En la presente crisis, los movimientos
sociales autónomos emergen de las contradicciones del capitalismo moderno como
los principales sujetos colectivos con un potencial para una transformación
radical y un cambio social. Ellos constituyen el principal oponente a la
dominación capitalista en la actual confrontación social y cualquier conflicto
dentro del aparato del estado y del gobierno es, esencialmente, un reflejo del
flujo y reflujo de las movilizaciones sociales. Siendo conscientes de que el
nuevo mundo que anhelamos solo puede venir a través de las luchas desde las
bases, tenemos que contemplar seriamente la posibilidad de un gobierno de
izquierdas. Los efectos de tal victoria electoral serían ambiguos para los
movimientos de base, ya que, por un lado, esa victoria podría inclinar el
equilibrio de poder y, por tanto, dar un poco de oxígeno a los movimientos en
su enfrentamiento a la dominación capitalista, pero, por otro, podría acelerar
la inquietante tendencia a la cooptación y asimilación de los movimientos
sociales por parte de la lógica de la gestión estatal.
Burocracia de izquierdas y estado
En teoría, la
izquierda comunista se relaciona con el estado en términos instrumentales. La
conquista del estado burgués se presenta como un mal necesario en el camino
hacia el poder obrero. Esta visión, sin embargo, se sumerge –incluso en el puro
nivel teórico– en una serie de contradicciones. Incluso en sus versiones más
sofisticadas no aborda la cuestión de la relación dialéctica entre la
burocracia del partido de la vanguardia y la autonomía del mundo del trabajo,
ni la posibilidad de conseguir una transición a una sociedad igualitaria,
cuando existe tal disparidad entre los medios usados y las metas propuestas.
Pero en la praxis
social, la experiencia histórica de la relación entre partidos de izquierda y
el estado es aún más compleja y contradictoria. En el siglo XX, casi la mitad
del planeta ha sido gobernada por burocracias de izquierdas que ejercitaron el
poder apartadas de las clases sociales a las que decían representar. En la
mayoría de victorias de la izquierda –electorales u otras– las formas populares
de organización, sean soviets, consejos de trabajadores o asambleas, fueron
suprimidas sumariamente por el poder central de la nueva clase directiva. Pero
incluso allá donde no llegaron a tener el poder estatal, las burocracias de
izquierda operaron meramente como agentes de mediación y delegación de poder
político, en vez de ser una expresión del sujeto colectivo del movimiento
obrero. En un intento de vencer al estado burgués con sus propias armas,
modelaron sus estructuras organizativas sobre los elementos más reaccionarios y
jerárquicos del mismo estado burgués, anulando, así, cualquier tentativa de
autoexpresión autónoma de los trabajadores.
Sin embargo,
mucho ha cambiado desde el apogeo de los movimientos obreros hasta hoy. En el
contexto europeo, una posible conquista del poder estatal por parte de un
partido de izquierdas no se ve ya como el mal necesario, sino como un objetivo
estratégico para mitigar el impacto sobre el tejido social del asalto
neoliberal. En la mitología de izquierdas moderna, el estado es visto
implícitamente como la última frontera de la política "real", opuesto
al creciente poder social del capital; de este modo, la crítica de la esencia
burguesa de la naturaleza del poder estatal puede ser ignorada. Esta concepción
del estado, sostenida por la mayoría de los partidos de izquierda
contemporáneos, se está quedando rezagada tras, incluso, enfoques anteriores de
la izquierda socialdemócrata, que al menos conservaban una mínima conexión con
la meta estratégica de la transformación social.
Sin embargo, la
estrategia de la salvación social mediante la conquista del poder estatal sigue
pareciendo atractiva a una parte de las capas oprimidas, que aún preservan
recuerdos del estado del bienestar de tipo norte-europeo y piensan en la
movilización colectiva como un medio de presión para extraer concesiones del
principal agente de mediación del antagonismo social, es decir, el Estado.
Mientras que es tentador para mucha gente pensar hoy en día en el Estado de
bienestar de la post-guerra como el único medio con sentido y efectivo de
garantizar derechos sociales y económicos para el grueso de la población, hoy
es evidente desde una perspectiva histórica que tal equilibrio no fue más que
un arreglo temporal, limitado en su alcance, diseñado para apaciguar las clases
trabajadoras de los poderes post-coloniales que se iban radicalizando y para
evitar la amenaza soviética.
Asimismo, las
administraciones de izquierdas de hoy en día no se esfuerzan en representar en
la política sistémica a los emergentes sujetos sociales radicales, ni tampoco
están intentando potenciar la emergencia de abajo hacia arriba de nuevas
condiciones para nuestra existencia común, condiciones que son ahora
omnipresentes en las movilizaciones sociales que suceden en cada continente del
planeta. En vez de eso, atienden las expectativas de la vulnerable clase media
de retornar al Estado del bienestar del pasado, donde la dominación capitalista
se ejercía todavía en términos de consenso social y equilibrio de poder más que
mediante la cruda imposición.
Es comprensible
que el ambicioso programa de Syriza de redistribución de la riqueza a favor de
las clases medias y bajas despierte la imaginación de los movimientos sociales
de Europa; al fin y al cabo, en el contexto presente, hay un cierto heroísmo
quijotesco en el neo-keynesianismo de Syriza, contrapuesto en la escena global
a un neoliberalismo omnívoro que, tras saquear el Sur Global durante décadas,
ahora consume la periferia europea y avanzará pronto hacia el centro. Esto
explica las proporciones casi míticas que cobra la fama de Syriza fuera de
Grecia y las altas expectativas que el ascenso electoral de este partido ha
creado. Estas contrastan con las de sus seguidores locales, quienes saben muy
bien que, aunque puedan conseguir el poder del Estado, la capacidad del partido
para una reforma radical será extremadamente limitada.
Aducimos que la
aspiración de las clases medias venidas a menos de retornar a una etapa
"humana" del capitalismo no será cumplida. El estado-nación
contemporáneo está sumido en una crisis severa, tanto por las inherentes
contradicciones de sus instituciones de representación como por la expansión
del poder social del capital y sus estructuras no estatales. Hoy, más que
nunca, la conquista del poder estatal no significa la conquista del poder
social. Además, la confrontación contemporánea se desenvuelve entre el cada vez
más consolidado poder social del capital y el contrapoder social de los
oprimidos.
La transformación
social radical del mañana no será un producto del estado burgués y sus
instituciones de representación, sino de la subversión de las instituciones de
Estado y de la emergencia de estructuras sociales de poder inmanente a la
sociedad e inseparables de esta. Bajo estas condiciones, la conquista del
Estado burgués por parte de una administración de izquierdas puede ir en
detrimento de los movimientos autónomos si no ayuda a expandir estos espacios
vitales de desarrollo de su poder social contra el poder del estado-nación y
contra el capital internacional.
Sin embargo,
nuestro rechazo de la línea reformista defendida por los partidos de izquierdas
contemporáneos no implica una adopción acrítica de la política revolucionaria
tal y como se definió en el siglo XX. En el capitalismo tardío del trabajo
inmaterial y fragmentado, de las nuevas formas de disciplina mediante la deuda
y tácticas de miedo, de centros de poder opacos muy alejados de la población
que gobiernan, no hay un Palacio de Invierno que asaltar ni tampoco
posibilidades de vencer al enemigo en términos militares. El barrio, la calle y
la plaza pública han substituido ampliamente a la fábrica como epicentro del
antagonismo social y de clase. Reconceptualizar la comunidad, romper el
aislamiento social, crear estructuras horizontales y participativas basadas en
la igualdad, solidaridad y el reconocimiento mutuo y construir redes entre esas
estructuras son actos sociales que hoy constituyen la praxis revolucionaria.
Como siempre ha
sucedido, la transformación social radical verdadera puede ser solo producto de
una confrontación de un modo pre-existente de existencia social ampliamente
difundido con las estructuras de dominación y no las acciones de unos pocos
iluminados que rediseñen la sociedad en el interés de la mayoría. Por lo tanto
los movimientos sociales más novedosos no buscan reformar las estructuras
políticas y económicas existentes, sino construir alternativas en el millar de
grietas del sistema actual, es decir, allá donde los valores capitalistas no
pueden imponerse. Establecen la gestión colectiva de los bienes comunes, a
través de la autogestión horizontal de comunidades que emergen a su alrededor,
contra la atomización del mercado capitalista y la burocracia del Estado. Así,
construyen las condiciones materiales de la autonomía política, asegurando la
reproducción social que el estado y el mercado ya no quieren proporcionar y
crean nuevos imaginarios de cooperación social para sustituir a los valores dominantes
de movilidad social individual y prosperidad material.
Movimientos autónomos y gobiernos de izquierdas
La tensión entre
los movimientos autónomos y los gobiernos de izquierdas se evidenció en
Sudamérica durante la década pasada, con la re-emergencia de la izquierda de
orientación estatal en el subcontinente. La tradición autónoma tiene profundas
raíces en Latinoamérica, en gran parte debido a la organización política de los
pueblos indígenas, siendo el ejemplo más prominente –aunque no el único– los
Zapatistas; pero también debido a las prácticas de una serie de movimientos
rurales y urbanos cuyas luchas no siguen el camino marcado: los sin-tierra de
Brasil, las fábricas recuperadas o los piqueteros en Argentina, las guerras de
agua en Bolivia, etcétera.
Mientras que
estos movimientos se hicieron fuertes en condiciones de ataque neoliberal, en
la década pasada tuvieron que enfrentarse a una serie de gobiernos
progresistas, que eran, a su vez, productos de la agitación social causada por
dicho ataque: desde la modesta socialdemocracia de Lula en Brasil y Kirchner en
Argentina, hasta los experimentos de transformación política radical como el de
Chávez en Venezuela.
Un primer
resultado obvio del predominio de los gobiernos de izquierda fue la mitigación
(aunque no la completa eliminación) de tácticas represivas. La retirada del
apoyo gubernamental a los matones de los terratenientes y las organizaciones
paramilitares, el descenso en las incidencias de tortura y encarcelamiento,
marcó una gran diferencia para estos movimientos, que han pagado un precio muy
alto en sangre por su acción política.
Otro aspecto
positivo fue el cese de muchos proyectos neoliberales tan espectaculares como
destructivos. Sin embargo, muchos de los gobiernos "progresistas",
usando el discurso del "desarrollo económico", restablecieron esos
grandiosos planes disfrazados de "inversiones de interés nacional".
Cierto que Venezuela, donde un cierto tipo de autonomía popular floreció bajo
el mandato de Chávez, constituye un caso especial dentro de este paradigma. Sin
embargo, la insistencia en los combustibles fósiles como motor del crecimiento
económico se lleva a cabo a menudo a expensas de la población local e indígena.
Es evidente que todos los gobiernos, de derechas o de izquierdas, siguen
comprometidos al imaginario capitalista de un crecimiento ilimitado a cualquier
precio.
De todos modos,
la mayor amenaza que representan los gobiernos de izquierdas para los
movimientos de base es la pérdida de su autonomía. Los gobiernos de izquierda
admiran a los movimientos sociales por los lazos de solidaridad que construyen
entre ellos, por su conexión con la sociedad, por su imaginación y creatividad
para solucionar problemas y, lo más importante, por el gran cambio que pueden
llevar a cabo con fondos escasos o inexistentes. Con ese espíritu, muchos
gobiernos de izquierdas latinoamericanos han intentado utilizar a los movimientos
para ejercer política social, convirtiendo a los más prominentes activistas en
burócratas, usando políticas asistencialistas para apaciguar a los sectores
radicales y librando una guerra encubierta contra los movimientos que no se
querían alinear con la línea gubernamental, hasta incluso llegando a acusarlos
de ser agentes de las fuerzas de derechas.
A través de este
tipo de política de “la zanahoria y el palo”, no sólo el Estado no consigue enriquecerse
con el dinamismo de los movimientos sociales, sino que estos últimos se
subordinan a las prioridades del Estado, perdiendo su momento y a menudo
desvaneciéndose. En Grecia se experimentó una situación similar cuando el
"radical" y socialdemócrata PASOK llegó al poder en 1981, marcando el
final de la efervescencia política que caracterizó el periodo tras la
transición democrática de 1974, y asimilando muchos movimientos sociales dentro
del régimen corporativo que estableció. Más o menos en los mismos años, puede
verse un caso similar en España con el gobierno Socialista de Felipe González.
Movimientos contemporáneos como sujetos colectivos por el cambio social
En el momento de
escribir este artículo, un largo ciclo de movilización social está tocando a su
fin en Grecia y en el mundo, dejando atrás un importante legado de estructuras
que operan mediante democracia directa (cooperativas de trabajadores, asambleas
locales, centros sociales, redes de solidaridad, movimientos en defensa de los
comunes, emprendimientos de economía solidaria); pero también deja un gran fatiga
y frustración ya que el programa de reformas neoliberales se está llevando a
cabo punto por punto a pesar de los mejores esfuerzos –a un elevado coste
personal– de innumerables activistas sociales. A causa de esta frustración, es
fácil para los colectivos dejarse llevar hacia la introspección que propicia
que ciertas partes del movimiento –ya propensas a esas prácticas– regresen a la
persecución de la "pureza ideológica" y del sujeto revolucionario
"real", una cruzada que en el siglo XX ya ha mostrado ser un camino
sin retorno hacia la insignificancia política y el sectarismo.
Esta frustración
y la falta de una visión concreta de transformación social desde abajo dejan un
vacío que es explotado por los partidos de la izquierda parlamentaria para
reforzar la lógica de la mediación política y para convertirse fundamentalmente
en agentes del deseo de cambio social. Repitiendo las prácticas del siglo XX,
usan su posición hegemónica para apropiarse de la plusvalía política de la
movilización social y crean estructuras de representación dentro de los
movimientos, restringiendo o marginalizando las demandas que no encajan en su
agenda política y así desviando la acción de los sujetos sociales hacia el
camino parlamentario.
Ciertamente, hay
mucho camino por delante para los movimientos horizontales nacientes antes de
que consigan trascender sus circunstancias locales y particulares, conectar con
un devenir político más amplio y crear nuevos espacios políticos donde podamos
debatir y decidir juntos los términos de nuestra existencia común --es decir,
progresar de la coexistencia a la cooperación--. Sin embargo, los movimientos
horizontales y prefigurativos, a pesar de ser una minoría, constituyen hoy la
principal fuerza antagonista al sistema actual de dominación que muy
rápidamente está alcanzando sus límites sociales y ambientales.
Los movimientos
autónomos están orientados no a la toma de poder, sino a su dispersión:
imaginan nuevas instituciones descentralizadas para la gobernanza de la vida
social y económica para reemplazar la democracia burguesa, que está inmersa en
una profunda crisis estructural de reproducción social, representación política
y sostenibilidad ecológica. Eso no conlleva disponer de un programa bien
definido de ejercicio del poder, sino de forjar lazos e instituciones que
puedan permitir la síntesis de lo específico y local con lo general y
universal. Las luchas por los comunes, por el conocimiento, la tierra, el agua
y la salud, dejan tras de sí un legado de instituciones accesibles y
participativas, que pueden formar la columna vertebral de un nuevo tipo de
poder: el poder de las personas y no de los representantes.
Los esfuerzos del
comunitarismo libertario apuntan hacia la creación de comunidades políticas
activas y al uso de las instituciones locales como bastión contra el
capitalismo global y como un campo apropiado para la aplicación de los
preceptos del decrecimiento y de la intervención local. La promesa de la
autogestión del trabajo, de las cooperativas de trabajadores y de la producción
entre pares indican un camino dentro, contra y más allá del estado y del
mercado. En cualquier caso, la nueva fuerza constituyente será diversa,
reflejando la infinidad de subjetividades militantes que engendra la dominación
del capital en todos los aspectos de la vida social.
Ciertamente no
hay nada inevitable en la emergencia de este nuevo mundo, ninguna certidumbre
teleológica de que esto va a suceder así, de la misma manera que las
predicciones deterministas del siglo XIX del advenimiento de una sociedad libre
no se han cumplido. La lucha de las personas para prevalecer sobre la
dominación del capital tendrá lugar en el campo contingente del antagonismo
social, y dependerá de su determinación a convertir la frustración en
creatividad social para liberarse de identidades restrictivas y de certidumbres
ideológicas, para ignorar las promesas de mediación y reinventarse a ellos mismos
como sujetos sociales instituyentes.